Hablemos sobre la guerra. Preparen adjetivos horrendos, cataclismos en forma de aforismos para definirla. Les dejo uno de Albert Camus: “Para la mayoría de los hombres la guerra es el fin de la soledad. Para mí es la soledad infinita”.
Pero la guerra es también una aceleración de la historia, un suelo tambaleante, una vía de escape por la que se cuelan héroes —los menos— y villanos —la mayoría de las veces—. O, como dijo un veterano de la División Azul que ocultaba sus ojos tras una gafas de sol, la guerra saca de nosotros lo peor y lo mejor (ojalá fuese esto último).
La guerra de Secesión
Nos marchamos a la guerra de Secesión. ¿Les parece? Fue una guerra muy sangrienta y tremendamente larga. Dos formas de entender el futuro de Estados Unidos se enfrentaron y venció el Norte, es decir, el capitalismo industrial e integrador racialmente hablando (en teoría). El país cambió tanto que en pocas décadas se convirtió en una potencia mundial.
Unas décadas antes de la guerra, en la de 1820, sin saber la fecha exacta, nació en Dorchester, Maryland, Harriet Tubman. Era negra y esclava, una ecuación muy simple en Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Decidió Harriet huir junto con sus hermanos antes de que fuese vendida en 1849 usando la denominada vía del ferrocarril subterráneo. Después de muchas penalidades llegó a Pensilvania, donde exclamó: “Cuando supe que había atravesado la frontera, miré mis manos para comprobar si seguía siendo la misma persona”. Lo era, pero libre. CONTINUAR LEYENDO
Fuente: Anatomía de la Historia
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