Más allá de las dificultades jurisprudenciales en la definición y tipificación de lo que es o no corrupción, se puede afirmar, a tenor de lo que contemplamos cada vez con mayor frecuencia en los medios de comunicación y de la evolución de los indicadores de percepción ciudadana, que la corrupción en nuestro país es, independientemente de si llegan o no los casos a los tribunales, un hecho extendido. Probablemente si centramos el foco únicamente en lo que jurídicamente presenta menos dudas –el cohecho, la malversación de caudales públicos y el tráfico de influencias– llegaremos a la conclusión de que no es para tanto, que la sangre no llegará al río y que la supuesta excepcionalidad española se parece bastante a la normalidad europea. Pero si nos acercamos con una mirada más amplia, quizás logremos ver la corrupción no solo como una suma de casos susceptibles de ser juzgados sino, y más importante, un síntoma privilegiado de una enfermedad social. «La corrupción sólo se da sobre un tejido social ya muerto», sentencia El Roto en una de sus viñetas, poniendo de manifiesto que aquella parte de la sociedad carente de vitalidad y virtudes cívicas es el caldo de cultivo propicio para que aquella florezca. La enfermedad, por consiguiente, reviste tanta gravedad que no podemos permitirnos el lujo de despreocuparnos por la salud del paciente solo porque los síntomas estén mal definidos o pésimamente detectados.
Pero si la corrupción es el síntoma, que no la enfermedad, ¿en qué consiste la patología y quién la padece? Empecemos por responder a la segunda parte de la pregunta antes de abordar la etiología de la dolencia. CONTINUAR LEYENDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario